
Cuando la desesperanza asoma a tu cuarto piso convertida en una infección a la garganta; cuando para felicidad de tus detractores y enemigos públicos, léase "alumnos", te quedaste sin voz; cuando las dos únicas personas que en su primera infancia te llamaron "papá", por ser el hermano mayor más afectuoso, parecen excluirte de sus adormecidos mundos; cuando tú, que te jactaste siempre de parecer cinco o más años menor, por fin aparentas tu edad, y cuando la generación actual pareció llegar al límite de tu intolerancia, al punto de convencerte de vivir excluido de ella... Buscas una canción: recorres tus chispas adecuadas, tontos en la colina, tontos en la lluvia, androides paranoicos, pero nada, no te ayudan. Más de lo mismo. Terminas profanando las historias que las tuvieron como cortinas musicales. ¡Tantos recuerdos, tantos acordes y tan poca memoria! Prosigues la búsqueda, ahora en la televisión, recuerdas las bromas que jugaste en la universidad, repitiendo hasta el hartazgo que un televisor te educó. Y no era broma. No te crió, pero sí que colaboró. Todo te parece frívolo, hasta las series que te hicieron desternillar de risa alguna vez. Llegas con poca fe a las películas, y ahí por fin encuentras lo que no buscabas. Ves a Bill Murray, no travestido y en blanco y negro, que es como lo recuerdas, sino bebiendo en lo alto de un hotel, escuchando por obligación a una pésima cantante. Está lejos de su casa y no sabe lo que quiere, a pesar que el "éxito" lo envuelve. ¿Será que la televisión me sigue educando?, te preguntas silenciosamente mientras terminas de enamorarte de Scarlett Johansson. Termina. ¿Así termina? Reniegas. Ese fue un final feliz, infeliz, subjetivo, sugerido... no lo sabes... Apagas el televisor y la luz, escoges tu canción, tus personajes, tu final y empiezas a soñar.