lunes, 23 de junio de 2008

Bill Murray en Comas

Cuando la desesperanza asoma a tu cuarto piso convertida en una infección a la garganta; cuando para felicidad de tus detractores y enemigos públicos, léase "alumnos", te quedaste sin voz; cuando las dos únicas personas que en su primera infancia te llamaron "papá", por ser el hermano mayor más afectuoso, parecen excluirte de sus adormecidos mundos; cuando tú, que te jactaste siempre de parecer cinco o más años menor, por fin aparentas tu edad, y cuando la generación actual pareció llegar al límite de tu intolerancia, al punto de convencerte de vivir excluido de ella... Buscas una canción: recorres tus chispas adecuadas, tontos en la colina, tontos en la lluvia, androides paranoicos, pero nada, no te ayudan. Más de lo mismo. Terminas profanando las historias que las tuvieron como cortinas musicales. ¡Tantos recuerdos, tantos acordes y tan poca memoria! Prosigues la búsqueda, ahora en la televisión, recuerdas las bromas que jugaste en la universidad, repitiendo hasta el hartazgo que un televisor te educó. Y no era broma. No te crió, pero sí que colaboró. Todo te parece frívolo, hasta las series que te hicieron desternillar de risa alguna vez. Llegas con poca fe a las películas, y ahí por fin encuentras lo que no buscabas. Ves a Bill Murray, no travestido y en blanco y negro, que es como lo recuerdas, sino bebiendo en lo alto de un hotel, escuchando por obligación a una pésima cantante. Está lejos de su casa y no sabe lo que quiere, a pesar que el "éxito" lo envuelve. ¿Será que la televisión me sigue educando?, te preguntas silenciosamente mientras terminas de enamorarte de Scarlett Johansson. Termina. ¿Así termina? Reniegas. Ese fue un final feliz, infeliz, subjetivo, sugerido... no lo sabes... Apagas el televisor y la luz, escoges tu canción, tus personajes, tu final y empiezas a soñar.

sábado, 7 de junio de 2008

Para entender a este perfil bajo

Nunca seré el alma de la fiesta, ni siquiera de la mía. No voy a ser yo quien cuente el último chiste del tipo "mamá mamá, en la escuela me dicen...". No traeré la primicia "calientita". Pocas veces inicio una conversación, así me evito posibles fiascos y se los evito a posibles interlocutores. No rompo hielos ni pongo paños fríos. No seré el primero en salir corriendo si hay un terremoto en el sur –o más cerca–, ya que el papelón es más riesgoso que la catástrofe en sí. No me sé las canciones de moda ni sus pasos de baile. Jamás bailaré coreografiado –ni lo volveré a hacer, y menos en un gimnasio acompañado de mi hermana–. Me iré a vivir lejos, solo, en un cuarto piso, sin vecinos y sin timbre, ahí es casi seguro que la movida tropical no me alcanzará. Me presentarán varias veces a las mismas personas y ellas ni cuenta se darán, obtendré el increíble súper poder de la invisibilidad, que es, en suma, la tristísima capacidad de pasar desapercibido a cuanto lugar vayas. Haré del "Desaparecido" de Manú Chao mi himno, pues soy el fantasma que nunca está. Cuando me buscan nunca estoy, cuando me llaman nunca voy. Esto debido a que casi 15 años atrás, un esmerado profesor, a quien admiraba, hacía anotaciones individualizadas de sus alumnos en las alegres vacaciones útiles que dirigía. Mi curiosidad felina me llevó a buscar mi nombre y saber qué impresión tenía de mí este amauta veraniego del siglo XX. Tras muchos "deportistas", "dinámicos", "líderes", "algo flojos", "engreídos", llegué a mis apellidos, con una excitación digna de un preuniversitario buscando su nombre en la relación de ingresantes... "Apático", leí, seguido de un "él hará todo lo que le digan, así no esté de acuerdo". Años luz mediante, no sé si sigo siendo el mismo, lo único que no he querido es defraudar a este magnífico maestro humanista y visionario...